La reunió del jurat de la VIII edició del premio Pep Sempere
ha canviat d’escenaris
El mar pel riu, les palmeres pel bosc … Elx per Arenas de San Pedro.
El dia estava marcat per la reivindicació de la dignitat i
així la reunió començà amb el poema de Juan Carlos Mestre
ASAMBLEA
Queridos compañeros carpinteros y
ebanistas,
yo les traigo el saludo solidario de los
metafísicos.
También para nosotros la situación se ha
hecho insostenible,
los afiliados se niegan a seguir pagando
cuotas.
A partir de este momento la lírica no
existe,
con el permiso de ustedes la poesía
ha decidido dar por terminadas sus
funciones este invierno.
No lo tomen a mal,
pero aún quisiéramos pedirles una cosa,
mis viejos camaradas amigos de los árboles,
acuérdense de nosotros cuando canten La
Internacional.
I després del debat, l’alegria de trobar escoles com la de
San Martín de Garganta La Olla que s’enreden amb caputxetes i llops engrescant
a tot el veïnat, “Desde la biblioteca” projecte guanyador d’aquesta edició del
Premio Literario Pep Sempere. Enhorabona.
Segurament moltes d’aquestes
persones també han trobat la clivella per la que es distengeix “El árbol de
oro” i amb aquest conte de Ana María Matute us convidem a les Jornades de
Literatura d’Arenas de San Pedro els dies 5, 6,7,8 de juny de 2014 i a la IX
edició del Premio literario Pep Sempere 2015.
EL ÁRBOL DE ORO
Asistí durante un otoño a la
escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien
y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban
los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de
la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí
a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado
por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.
La señorita Leocadia era alta y
gruesa, tenía el carácter mas bien áspero y grandes juanetes en los pies, que
la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela,
con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas
pegajosas de la tormenta y persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su
atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un
aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que
bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la
escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer
la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni
gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas
que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita
Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos
atendían sus enrevesadas conversaciones, y - yo creo que muchas veces contra
su voluntad - la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por
todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.
Quizá lo que mas se envidiaba de
Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en
efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo
interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y
allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo
encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué. Ivo estaba muy orgulloso de
esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo
Heredia, el mas aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la
tarea - a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde
no entramos nunca -, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se
levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja,
bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La
maestra dudo un poco, y al fin dijo: - Quede todo como estaba. Que siga
encargándose Ivo de la torrecita. A la salida de la escuela le pregunté:
- iQué le has dicho a la maestra?
- Ivo me miró de traves y vi relampaguear sus ojos azules.
- Le hablé del árbol de oro. -
Sentí una gran curiosidad.
- iQué árbol?
Hacia frio y el camino estaba
humedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo
empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.
- Si no se lo cuentas a nadie...
- Te lo juro, qué a nadie se lo
diré.
Entonces Ivo me explicó: - Veo un
árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes?
Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece
mucho; tanto, qué tengo qué cerrar los ojos para que no me duelan.
- Qué embustero eres! -dije,
aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio.
- No te lo creas - contestó. Me es
completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la
torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita
Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a
nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!
Lo dijo de tal forma que no pude
evitar preguntarle: - ¿Y cómo lo ves... ?
- Ah, no es fácil - dijo, con aire
misterioso. - Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.-
- ¡Rendija... ?
- Sí, una rendija de la pared. Una
que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas... ¡Cómo
brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate qué si algún pájaro se le pone encima
también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama,¿me
volvería acaso de oro también?
No supe qué decirle, pero, desde
aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma qué me
desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba
al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando
volvía, le preguntaba: - ¿Lo has visto? - Sí - me contestaba. Y, a veces,
explicaba alguna novedad:
- Le han salido unas flores raras.
Mira: así de grandes, como mi mano lo menos,y con los pétalos alargados Me
parece que esa flor es parecida al arzadú.
- ¡La flor del frío! -decía yo,
con asombro. ¡Pero el arzadú es encarnado!
- Muy bien - asentía él, con gesto
de paciencia. Pero en mi árbol es oro puro.
Además, el arzadú crece al borde
de los caminos... y no es un árbol.
No se podía discutir con él.
Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.
Ocurrió entonces algo qué
secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero asi era: Ivo enfermó,
y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente,
la disfruto Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije: -
¿Has visto un árbol de oro?
- ¿Qué andas graznando? - me
contestó de malos modos, porqué no era simpático, y menos conmigo. Quise
darselo a entender, pero no me hizo caso. Unos días después, me dijo: - Si me
das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie
te verá...
Vacié mi hucha, y, por fin,
conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en
el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la
rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.
Cuando la luz dejó de cegarme, mi
ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose
hacia el cielo. Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La
tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y
la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero
me habían estafado.
Olvidé la llave y el árbol de oro.
Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad. Dos veranos más tarde
volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio - era ya tarde y se
anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos,
hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura, - vi algo extraño. De la
tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande
y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo el,
cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: «Es un árbol de
oro». Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro
negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ, DE
DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y no daba tristeza alguna, sino,
tal vez, una extraña y muy grande alegría.
|
Ana Mª Matute
Editorial: Bruño. Colección Anaquel
Año de edición: 1991
Año de edición: 1991